Uno entra en crisis por una mujer, por desgaste laboral, por falta de vocación o porque lo aplasta la intrascendencia del universo. El problema es que cuando estás en crisis no podes ver, no podes hablar, no podes escuchar. Igual esto no es preventivo de nada: igual lo peor te está esperando del otro lado de la puerta, pero por lo menos uno se cree más vivo, más viejo y más zorro.
Cuando llega la calma, en cambio, la crisis se convierte en esos insectos disecados después de muertos, y con tus uñas diminutas podes levantar el cuerpo invertebrado, llevarlo al microscopio para ver qué era eso que te había picado tan fuerte, que te había dejado al borde de la baba, con la muñeca doblada a un costado de la cama, medio muerto y pidiendo la hora.
Siempre fue mal negocio querer demasiado únicamente algo, y no tener la variante de la suplencia, de lo que los estafadores menores llaman plan b. Saltando de crisis en crisis, aprendí a tener siempre a mano una segunda opción, algo en la despensa por si finalmente es cierto lo del segundo diluvio. ¿Por qué? Pues porque sí, para que por una vez la crisis quede despistada por falta de pruebas.